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Del mérito prestado: traje, máscara y plusvalía

Michel Suárez
2023-07-12

La moral en el armario

De todos los sinvergüenzas con un armario admirable, Eduardo VIII fue, tal vez, el más reputado. De hecho, hoy se recuerdan más sus innovaciones en el campo de la indumentaria que su efímero reinado. El impacto del duque de Windsor en la historia del atuendo es indiscutible. Entre otras cosas, dignificó los zapatos de ante, propios de homosexuales antes de que los pusiera de moda, popularizó los spectators, un calzado deportivo recurrente en la obra de James Tissot, y se las arregló para hacernos creer que un cinturón podía sustituir unos buenos tirantes. Con todo, a mi juicio, su mayor acierto fue incorporar los hermosos Fair Isle, jerséis o chalecos de punto usados por los pescadores escoceses, a la vida urbana.

Del armario de Eduardo VIII sabemos bastantes cosas. En los años noventa, Sotheby’s sacó a subasta cien pares de zapatos, quince trajes de noche y cincuenta y cinco de día, todos con dos pantalones y cortados por su sastre Frederik Scholte según los mandamientos del London cut. La casa italiana Brioni y el rolling stone Charlie Watts se hicieron con varias piezas, pero fue Kiton quien se quedó con la parte del león, eso sí, a un precio exorbitante: ciento diez mil dólares por once trajes. Y ya que menciono el armario de Edward, citaré también a su cuidador: Horace Jack Crisp, un experto en organizar las cuarenta maletas que indefectiblemente acompañaban al duque en sus frecuentes correrías. En una serie de cuadernos que han visto la luz en fechas recientes, Crisp consignó que su amo era capaz de ducharse y bajar las escaleras vestido de frac en apenas tres minutos. Pero este hombre raudo y sensible a la elegancia artesanal que renunció al trono por amor era, además de un sentimental, un ferviente propagandista del Tercer Reich y una enorme piedra en el zapato para la Corona. Aquí nos deparamos con una gran pregunta: ¿era el «fascista de Savile Row» un hombre elegante? ¿Un nazi puede ser elegante?

Aunque parezcan fútiles, a estos temas hay que darles la importancia que tienen. ¿Un hombre cuya conducta no brota de una moral impecable posee alguna relación con la elegancia? ¿Es posible ser un canalla, jalear el horror, sacar tajada del mal ajeno y figurar en las listas de elegantes? ¿Hay, en fin, una elegancia bastarda?

En este asunto, como suele suceder en las controversias sobre gusto y moral, hay división de opiniones. Para unos, pienso en Francis de Miomandre, la apariencia ejerce una gran influencia sobre la moral y la cuestión social: «Si cada uno se preocupase por vestirse, muchos fermentos de odio serían aniquilados». Amén de elevar espiritualmente, el esmero indumentario estimula la cortesía y favorece la convivencia. Y aunque bajo el desaliño pueda esconderse un hombre honesto o un ingente talento (Horacio), el desaliño no deja de ser un vicio. La honestidad prevalece sobre la estética, pero por sí sola no basta para alcanzar la plenitud.

Para otros, moral y belleza son categorías independientes, que pueden o no unirse en sagrado matrimonio. «Es la disposición del espíritu, y no la del cuerpo, la que da valor a nuestra apariencia», sentencia Paradis de Moncrif. Lo que cuenta es el interior, los principios, la rectitud moral. El envoltorio, es decir, el traje, jugaría, en el mejor de los casos, un papel accesorio. El cuerpo es apenas un soporte, el lienzo para el pintor o, como sostiene Gabriel Naudé, la cubierta del libro para el editor: «la encuadernación sólo es un accidente, la forma de presentársenos, sin la cual, por bella y suntuosa que sea, los libros no dejan de ser útiles, cómodos ni cotizados; sin que se sepa de ningún caso en el que algún ignorante haya hecho caso de un libro movido por su cubierta, pues sucede con los volúmenes como con los hombres cuando sólo se les conoce y respeta por sus ropajes y vestidos». En definitiva, es únicamente el fondo, no la forma, lo que define la probidad y, por ende, la elegancia.

Discreción, autenticidad, honestidad, excelencia, educación, cultura y equilibrio según Forbes 

¿Qué papel reserva la actual cultura del exhibicionismo y el harapo a estas querellas? ¿Continúan vigentes? ¿Atormentan a los intelectuales? Aquí, como en tantos otros aspectos de nuestra hipócrita civilización, resulta infinitamente más esclarecedor echar un vistazo a las pornográficas gacetas de negocios que a la literatura académica. Veamos un ejemplo. Como cada año, Forbes España reunió a «un jurado profesional formado por expertos de la comunicación, la moda y la imagen personal», ducho en el manejo de criterios como «discreción, autenticidad, honestidad, excelencia, educación, cultura o equilibrio», con el objetivo de premiar a los empresarios nacionales más elegantes. Entre otros, el vocero del ultra lujo postizo incluyó en su lista de agraciados de 2022 a Antonio Catalán, presidente de AC Hoteles, «pionero en poner televisores con mando a distancia en las habitaciones», una muestra de dedicación a los clientes, de «respeto y de elegancia»; y a Dabiz Muñoz, chef y propietario de DiverXO, quien ha seguido «el camino del éxito (y el de la elegancia)» cuyo secreto es «la autenticidad, ser fiel a uno mismo. Por algo él ha sido elegido el mejor chef del mundo».

Sin perder de vista los principios de discreción, autenticidad y honestidad, el jurado de Forbes reconoció igualmente a Gerard Piqué, presidente de Kosmos Studios, poseedor de un sentido de la «transparencia» que «denota una cualidad indispensable de la elegancia: la sinceridad», y a José Manuel Entrecanales, presidente ejecutivo de la constructora Acciona, cabeza visible de «un desarrollo económico humanista en el que los impactos medioambiental y social son imprescindibles». En el señor Entrecanales, asegura la revista, «el compromiso es elegante», una afirmación tan cursi como discutible, especialmente después de que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia le recetase una multa de veintinueve millones de euros por haber alterado, ¡durante veinticinco años!, miles de licitaciones públicas destinadas a edificación y obra civil. Para alivio del promotor humanista y el rebaño liberal, la Audiencia Nacional puso la multa en cuarentena.

Ninguna lista de esta naturaleza estaría completa sin tres excelentes nombres propios; me refiero a Kike Sarasola, quien ha hecho sus hoteles «más humanos y acogedores desde que les puso el nombre de sus amigos y los vistió con gusto»; Rafael Medina, cuyo «porte ha hecho que sea un fijo de las listas de los más elegantes»; y Florentino Pérez, «presidente del Real Madrid y de ACS, dueño de un estilo atemporal».

Los hombres de la lista, confirma Forbes, han dado sobradas pruebas de que «el reposo, el trato exquisito con colaboradores y proveedores, o en sus palabras, no creerse más que nadie, tener en cuenta a los demás, saber estar y pensar siempre en el de al lado», son claves a la hora de hacer «negocios más cercanos, exitosos, bien valorados por sus clientes». Para estos afortunados, «la elegancia es, si duda, una de las soft skills más valoradas».

Elegancia y plusvalía

Así se expresa el mundo del dinero. Transparencia, confianza, humanismo, resiliencia, desarrollo sostenible, soft skills (¿?), ¡tener en cuenta a los demás! No hay tópico, mixtificación o pamplina que el publirreportaje se deje en el tintero. Pero la charada de Forbes no debería sorprender a nadie. Estos galardones premian un estilo de vida del que es portavoz y son un pretexto para cerrar filas con los triunfadores de la economía global. Sus elegantes lo son por su habilidad para acumular dinero e influencia; no asombra, pues, que les reserven un lugar como modelos de virtud empresarial y los presenten, encima, como ejemplos de buen gusto.

A simple vista, Forbes España prolonga una vieja tradición de fariseísmo indumentario que llamaba a vestirse para engatusar y conquistar. En el contexto previo al fundamentalismo desregulador de finales de los setenta, John Molloy afirmaba en Dress for sucess, un libro donde se daban consejos sobre «cómo maximizar el poder de las camisas», o «cómo vestirse para la mujer de tu oficina», que el traje era una «herramienta» que permitía proyectar una imagen de autoridad, poder, confianza, riqueza y masculinidad. Más recientemente, en sintonía con las tesis de Molloy, Nicholas Antongiavanni, el racista y ultraderechista director de comunicaciones estratégicas del Consejo de Seguridad Nacional durante la administración Trump, publicó El traje: un enfoque maquiavélico del estilo masculino, una versión actualizada e increíblemente desvergonzada del traje como máscara. En 2006, año de aparición del ensayo de Antongiavanni, vestirse todavía era una ciencia ideal para oportunistas dispuestos a instalarse en las cimas del éxito a cualquier precio. Reid Hoffman y Ben Casnocha, dos prosélitos del capitalismo de alto riesgo, sintetizaron admirablemente la esencia de esta tradición en un libro titulado: El mejor negocio eres tú: adáptate al futuro, invierte en ti mismo e impulsa tu carrera.

No obstante, a pesar de su carácter continuista, hay algo realmente novedoso en la lista de Forbes: la pretensión de hacer pasar por elegancia una grandísima vulgaridad. Aun con recursos más que sobrados, los hombres seleccionados honran la elegancia como André Rieu honra la música. Todos, sin excepción, ignoran la inagotable versatilidad del clasicismo, maltratan los principios generales de la composición y del ajuste, las leyes del color y la fuerza del contrapunto. Las licencias más ridículas de unos contrastan con la desconcertante mediocridad de otros. Los más inspirados exhalan un aire rancio y anodino; los demás rozan la parodia o son sencillamente incomprensibles. Porque, veamos, ¿qué es la elegancia para Forbes? La elegancia es la empresa y sus valores: equipar los hoteles con mandos a distancia, bautizar las habitaciones con nombres de amigos, hacer negocios más cercanos, ser amable con los proveedores y seguir el camino del éxito. ¿Qué méritos indumentarios son estos? ¿Dónde están aquí los fundamentos del arte de vestirse?

A pesar de que las publicaciones de moda y los sabihondos del estilo continúen prodigando consejos sobre cómo vestirse para una entrevista de trabajo, cómo proyectar una imagen de ganador, cómo impactar con el traje y memeces similares, algo parece haber cambiado en la pedagogía de las formas. En los años ochenta, con el traje batiéndose en retirada, los «lobos de Wall Street» comprendieron a la perfección el sesgo elitista del clasicismo y lo utilizaron como una forma de travestismo cuyo epítome fue el cinematográfico Gordon Gekko. Plasmación de un exorbitante narcisismo, su pletórica elegancia era, además, una máscara de la astucia, un «mérito prestado» (Paradis de Moncrif) que ocultaba propósitos criminales. Desde entonces, el traje conservó a trancas y barrancas su aura de honorabilidad, e incluso un predicador del harapo como Mark Zuckerberg agachaba las orejas y dejaba en el armario las chanclas y las sudaderas con capucha cada vez que rendía cuentas de sus fechorías en sede judicial. Pero ese tiempo de rigor indumentario, por muy engañoso que fuera, ha dado paso a una nueva fase. Orgullosamente indiferentes a los resabios de coquetería maquiavélica de los Golden Boys y al irritante fingimiento de los techies en los tribunales, los canonizados por Forbes han dado por finalizado el carnaval y se han despojado de las máscaras. Y como ya no se visten para engatusar o exhibir un mérito prestado, ni siquiera podemos acusarlos de cínicos. La conclusión de este desaguisado es evidente: la cultura del dinero ha saqueado el concepto clásico de elegancia hasta vaciarlo por completo. Hoy la elegancia es ser famoso, rico o influyente.

Sin embargo, lo más escandaloso de este desinterés por la elocuencia, la forma, es el completo desprecio por la moral, el famoso fondo. La elegancia de los elegidos por Forbes es indisociable de las comisiones, los sobornos, los pelotazos, el tráfico de influencias, la financiación ilegal de partidos políticos, las imputaciones, las multas millonarias, el clasismo, las tramas mafiosas y el caciquismo. Si deseamos calibrar su virtuosismo moral, en lugar de las páginas de moda, debemos consultar las crónicas judiciales y policiales. En realidad, lo que se celebra en estos sujetos es la normalización de un comportamiento avaricioso, ególatra y anti social. Mientras los triunfadores nadan en el fango moral, Forbes no sólo les guarda la ropa, sino que los aclama como únicos jueces del estilo.

«Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie», observó una vez el gran Simon Leys. Ahora, entre la irresponsable apología de malhechores y la insolente alabanza de la vulgaridad indumentaria, ambas bellezas, la artística y la moral, exasperan por igual a una civilización empeñada en convencernos de que no hay más elegancia que la plusvalía.

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