En los límites de la realidad
Proyecto: Almas de Metal

Jesús Palacios
2022-07-16
Día tras día, noche tras noche, la Semana Negra está traspasada por una suerte de tensión no resuelta entre los dos extremos de una misma cuerda narrativa, estirada hasta el límite: Realidad y Fantasía. En ello, no se diferencia mucho de la propia historia de la literatura en particular y de la narrativa de ficción en general. A lo largo de los siglos, parecieran existir dos corrientes principales que no solo transcurren separadas o en paralelo, sino que a menudo chocan entre sí, provocando extrañas y peligrosas perturbaciones: tormentas, cataratas, inundaciones, tsunamis y todo tipo de imprevisibles consecuencias. Navegando por ellas viajan los lectores que dan prioridad a una u otra, que se miran entre ellos, por encima del hombro y de las cubiertas de sus barcos, con desconfianza e incluso abierta enemistad. Los realistas se apartan con desprecio de las ínfulas de aquellos a quienes consideran esclavos de pulsiones infantiles, adictos al escapismo barato y, en definitiva, a una quijotesca negación de la realidad, niños grandes en perpetuo e irresponsable retorno al vientre materno, a través de un parque de atracciones interminable. Los fantásticos denostan agriamente la impostura y aires de superioridad de quienes quieren hacer pasar por realidad lo que no deja de ser una versión literaria y siempre subjetiva de la misma, carente de la riqueza inagotable de la imaginación, negando el mundo de los sueños y las pesadillas, los mitos y el sentido de la maravilla, tan real en términos mentales como puedan serlo las necesidades materiales del cuerpo, individual o colectivo. Y así, en esta eterna lucha congelada en el tiempo y el espacio, transcurren los días, las semanas (negras o no), los años y los siglos.
Naturalmente, todo es mentira. Una mentira interesada, sostenida por críticos, académicos, historiadores y divulgadores por un lado, y por el otro por el mercado editorial y cultural, siempre necesitado de etiquetas y leitmotivs publicitarios para dividir, enfrentar y, sobre todo, vender a unos u otros y a todos a la vez. En el caso de los primeros, existe cierta justificación: las taxonomías y definiciones ontológicas y epistemológicas son necesarias e inevitables para poder abordar el estudio de cualquier materia. Siempre y cuando no terminen por perder su naturaleza de medio para convertirse en fines. Es decir: siempre que sean útiles de conocimiento, no de enfrentamiento y oscurecimiento de la cuestión. En el caso de los segundos, se trata de simple mercadotecnia sin pudor. Es responsabilidad nuestra escapar a los segundos y utilizar sabiamente a los primeros, sin caer en sus trampas, excesos y caprichos personales.
Quien esto escribe se considera fundamentalmente un amante de la ficción fantástica, pero si se dejara arrastrar por la eterna guerra que se han declarado sin saberlo los aficionados a esta contra los defensores y cultivadores del realismo y viceversa, se sentiría idiota hasta la médula de sus huesos. Las divisiones genéricas son buenas mientras son útiles, resultan perversas cuando entrañan en lugar de juicio, prejuicio. Si me hubiera negado al realismo no hubiera leído nunca a Balzac, que en sus novelas y relatos nos habla de hombres enamorados de panteras, mesmerismo, sociedades secretas e incluso redime al inmortal y errabundo Melmoth de Maturin. Si me hubiera negado al realismo, no habría leído El ángel que nos mira de Thomas Wolfe, de donde sale lo mejor y nada de lo peor de Stephen King. Si me hubiera negado al realismo no hubiera penetrado nunca en las almas de Raskólnikov o Svidrigailov, en el Crimen y castigo de Dostoyevski, más oscuras y perturbadoras que ningún espectro o vampiro imaginario. El gran realista suizo Jeremías Gotthelf escribió una de las leyendas góticas y fantásticas más fascinantes de la literatura del siglo XIX: La araña negra. Y a la inversa, el decadente fantasista Huysmans comenzó en el naturalismo de Zola con excelentes novelas como En rada. Edgar Allan Poe introdujo el realismo psicológico en el melodrama gótico, dando así nacimiento al terror moderno, y entre los mejores cuentos fantásticos de la literatura española se encuentran los que escribieran Pérez Galdós o Pío Baroja.
La Semana Negra nos ofrece la oportunidad, precisamente, para abundar en la rica relación dialéctica entre realismo y fantasía, realidad e imaginación, verdades imaginarias y mentiras realistas. Las dos corrientes se cruzan constantemente, haciendo crecer mutuamente sus cauces y mezclándose a menudo de forma indistinguible. Quien como Jesús López Pacheco escribe hoy una gran novela realista, Central eléctrica, mañana escribirá una locura fantástica como El homóvil (si no las leyeron ambas, no saben lo que se pierden). Quien eleva el realismo a una poética nueva, como Sánchez Ferlosio en El Jarama, hará lo propio con la fantasía en Alfanhuí. Mientras Tolkien crea un universo fantástico ateniéndose a las reglas realistas que él mismo se impone, Faulkner se inventa todo un condado sureño inexistente, Yoknapatawpha, para ambientar sus dramas realistas, de forma muy similar a como Lovecraft imagina una Nueva Inglaterra ficticia para dar peso y realidad a sus terrores cósmicos.
Es sin duda inevitable e incluso deseable que nos sintamos más o menos atraídos, en función de nuestro carácter, por una corriente u otra, pero no nos neguemos a navegar por ambas, pues aunque no lo parezca, las dos pueden conducirnos al mismo puerto. Tensemos la cuerda, entretejamos sus hilos, atemos y desatemos sus nudos… Pero no nos ahorquemos con ella. Y recordad, parafraseando a Hassan-i Sabbah: nada es real, todo está permitido. Al menos, en la literatura y la ficción.