Guerra fría, novela caliente
Proyecto: Almas de Metal

Jesús Palacios
2022-07-15
De una u otra forma, a lo largo de esta Semana, flota entre nosotros el espectro cada vez más visible y material de la nueva Guerra Fría en que vivimos. Lejos de haber superado la división del mundo en general y de Europa en particular que parecía producto del enfrentamiento entre el orbe capitalista (autodenominado con petulancia mundo libre) y el comunista (autodenominado socialista, con engañosa imprecisión), lo cierto es que las mismas fuerzas intrahistóricas que propiciaron esta separación forzosa y traumática tras la Segunda Guerra Mundial han vuelto a imponerse en un formato distinto, sin duda, pero demasiado parecido al anterior. Es decir: Rusia y China a un lado, con un fondo de armario compuesto por singularidades como Cuba y Corea del Norte, y Estados Unidos y la OTAN, con las fuerzas aliadas europeas, al otro. Por supuesto, hay variaciones: los antiguos países satélite de la URSS son hoy incógnitas que tanto pueden, como Ucrania, Polonia o Estonia, situarse contra sus antiguos amos, como convertirse en semilleros de disensión nacionalista, reaccionaria y antieuropeísta, como Hungría o la propia Polonia. Japón y Corea del Sur, pese a su antagonismo histórico, son ambos aliados hoy de Estados Unidos, lo que en el caso de los primeros no deja de tener matices tan irónicos como engañosos. Pese a las obvias diferencias con el viejo mundo del Telón de Acero, los bloques occidental y oriental han vuelto, mirándose el uno al otro con desconfianza e incluso odio contenido, que la fatal decisión de Putin al invadir Ucrania ha precipitado hasta la confrontación directa.
Pero basta ya de geopolítica de aficionado. Yo lo que me pregunto es, si al hilo de esta situación, volverá también una literatura de espionaje internacional, intriga política y propaganda más o menos encubierta, tan brillante, fascinante y divertida como la que floreció durante los años cincuenta-setenta del pasado siglo, en pleno esplendor de la original Guerra Fría. Porque al mundo trágico del Muro de Berlín le debemos una narrativa negra de espionaje, un spy noir, podríamos decir, que nos hizo su existencia mucho más llevadera. Ian Fleming creó ni más ni menos que a James Bond, con una serie de magníficas novelas inspiradas en el modelo de Raymond Chandler (su autor favorito), llevado al terreno de un espionaje entre el realismo de Casino Royale y el technothriller de Moonraker, que el cine exacerbó hasta lo fantástico. Les recomiendo, sin embargo, que se olviden un poco de las películas y disfruten de las novelas, bien distintas en concepto y ejecución. A ese lado aventurero y fantasioso de 007 respondieron de inmediato autores que hoy son clásicos y que acentuaron el componente noir del género, si por este entendemos ambigüedad moral, tintes oscuros, fatalismo y hasta nihilismo. Len Deighton creó su anónimo espía cockney, cínico y poco o nada romántico, que el cine rebautizó como Harry Palmer, promocionándolo directamente como un anti-Bond con el rostro, porte y acento del joven Michael Caine. Más denso y dramático, con una visión casi hiperrealista del negocio de los servicios secretos, con pinceladas de aburrimiento funcionarial combinadas con suspense y tragedia, John Le Carré nos dio sus mejores obras y personaje: el inteligente, brillante pero opaco Smiley, con títulos como El espía que surgió del frío, El espejo de los espías, El topo o La gente de Smiley, entre otras. Por supuesto, no faltaría la respuesta femenina: por un lado, la agente Modesty Blaise, creada por Peter O’Donnell primero para los cómics y luego protagonista de una estupenda serie de novelas, que poco o nada tienen que ver con la divertida comedia pop dirigida por Joseph Losey. Por otro, una escritora especializada en el género como Helen MacInnes, cuya obra El contacto de Salzburgo fue también llevada al cine. En una liga aparte, Graham Greene, que en cierto modo inventó el género con su guion y posterior novela El tercer hombre, siguió dándonos brillantes, a veces trágicas a veces satíricas, descripciones del amoral y turbio universo de los servicios secretos propios y ajenos, culminando con El factor humano. Los rusos respondieron al fenómeno cuando, en 1966, Yulian Semionov presentó a su agente de la Cheka Maxim Maximovich Isayev, el James Bond soviético, cuyo éxito traspasó el Telón de Acero, compitiendo en igualdad de condiciones con las capitalistas obras de Deighton, Le Carré, Fleming o los estadounidenses Robert Ludlum (la saga de Bourne), Mickey Spillane (cuyo Mike Hammer se pasó temporalmente al contraespionaje) y Ross Thomas. Todavía quedan muchos y buenos ejemplos por redescubrir: léanse si no las excelentes novelas protagonizadas por el solitario, sobrio y eficaz Quiller, creado por Elleston Trevor con el seudónimo de Adam Hall, considerado por la crítica el eslabón perdido entre Fleming y Le Carré, cuya primera aventura, El memorandum de Berlín, fue base del genuino filme neonoir de espionaje Conspiración en Berlín (1966), escrito por Harold Pinter. Al menos las cuatro primeras entregas de su larga serie fueron publicadas en España, en la vieja colección negra de Alcotán, pródiga en espías y súper-agentes. Para otra ocasión dejamos a los franceses, pioneros del género con su OSS117 (el original de Jean Bruce, no el de las geniales parodias de Dujardin), que se adelantó incluso a 007.
En fin: ¿surgirá un nuevo filón de espionaje noir al calor de esta Guerra Fría versión 2.0 que vivimos? ¿Dará tiempo a que lo disfrutemos antes de que lo frío pase a caliente y nos evaporemos en una nube radiactiva? De momento solo podemos afirmar, cómo decía aquel, que Dios ha muerto, Marx ha muerto, James Bond ha muerto… Y nosotros, últimamente no nos encontramos muy bien.