Kill your darlings

Marta Barrio García-Agulló
2021-07-18
Nueve escritores invitados a la SN hablan de la escritura de sus libros; de la chispa que la motivó, las procelosidades de su proceso de documentación o las dificultades y obstáculos encontrados durante la redacción y cómo se resolvieron, con vistas a aconsejar y ayudar a escritores noveles o que aspiran a serlo. Hoy, Los gatos salvajes de Kerguelen, de Marta Barrio García-Agulló.
Cuando mi hermano mediano nos dijo que se marchaba a las islas Kerguelen en verano de 2016, lo primero que hicimos fue buscarlas en Google Maps. Descubrí entonces que se iba a uno de los pocos sitios vírgenes del planeta, un lugar inaccesible, pues es una reserva natural a la que prácticamente solo acceden científicos. Según iba leyendo más y más cosas sobre las islas de la desolación, comenzó a atraparme ese territorio tan particular, y pensé que muchas de las novelas de misterio o de aventuras que leí de pequeña podían haber estado perfectamente ambientadas en ese archipiélago. Era un territorio absolutamente novelesco: hubo náufragos que naufragaron no una sino dos veces seguidas en esas costas, que sobrevivieron a base de huevos de pingüino fritos en grasa de foca, balleneros arruinados, mensajes de auxilio anudados en las patas de los petreles que volaron a través de los océanos… Y en efecto, Edgar Allan Poe le dedica unas páginas en La narración de Arthur Gordon Pym. Pensé también en Diez negritos, de Agatha Christie, y en Dos años de vacaciones, de Jules Verne… Decidí entonces que viviría la aventura de escribir ya que no podría visitar esas islas que me recordaban a todas las islas malditas sobre las que tanto había leído. Daría el salto de fe que supone la escritura, venciendo la resistencia que siempre había experimentado frente a la página en blanco.
Mi hermano estuvo allí en 2017, y durante esos doce meses yo me fui documentando, pero no me puse en serio con la novela hasta que no volvió de su viaje, quizás por una cierta superstición: no me veía capaz de escribir sobre científicos que morían aislados en el fin del mundo hasta que él no estuviera a salvo y de vuelta en la civilización, no fuera a ser que la escritura predijese o propiciase la desgracia… Él nos enviaba de cuando en cuando correos electrónicos en los que nos contaba sus aventuras y sus encuentros con los animales del archipiélago, y al final se convirtió en un paisaje mental para mí. Me preguntaba todo el rato qué estaría haciendo en ese momento, me imaginaba acompañarle hasta ahí… Estábamos a menudo a la espera de noticias suyas, angustiados por lo que le pudiera suceder en un sitio tan peligroso. Nos preocupábamos mucho cuando tardaba en responder, o en escribir, porque a menudo pasaba semanas enteras fuera de la base y, por tanto, sin dar señales de vida, y esa inquietud cristalizó en la atmósfera opresiva de una novela negra.
Yo estaba embarazada, él me enviaba fotos de pingüinos, de petreles, de excursiones en la nieve y de gatos salvajes anestesiados en sus brazos, y yo le enviaba las ecografías del bebé que crecía en mi tripa. Él volvió una semana antes del parto, y entonces ya comencé a escribir. Primero en papel, pero nos mudamos al poco de nacer la niña y perdí el cuaderno de tapas rojas en donde había garabateado las primeras frases y el esquema de la novela. Volví a empezar, y esta vez escribía en un ordenador viejo, tan viejo que un día se apagó y perdí todo lo que había escrito esa mañana. Fui desesperada a que me lo arreglaran, y no hubo manera. Me compré otro portátil y comencé a guardar mis documentos en la nube para no perder material. Apuntaba notas en el móvil según se me iban ocurriendo, que luego exportaba. Tuve la inmensa suerte de que fuera un bebé buenísimo, que dormía mucho. Aproveché ese tiempo detenido al que te fuerza la maternidad, e incluso escribía mientras le daba de mamar. No hice caso del esquema inicial que había trazado y perdido, y me perdí por los meandros de mi propia fascinación por la historia y la geografía de ese lugar remoto del que acababa de volver mi hermano.
Cuando volví al trabajo, mi hija comenzó la guardería, y no paraba de cogerse virus que luego circulaban por toda la familia. Dejé aparcada la novela, que retomé esas navidades.
Luego comenzó el trabajo de pulido, que duró casi otro año, el 2019. Entonces me atreví a enseñarle lo escrito a mi jefa, Valeria Ciompi, aterrada por su veredicto. Tenía tanto pudor que le metí el manuscrito impreso en el bolso, de la vergüenza que me daba el momento de entregarle mi primera novela para que me aconsejase cómo mejorarla. «Sé implacable», me dijo, «tienes una novela ya armada pero ahora tienes que limpiar, y quitarle los andamios». Y efectivamente en esta versión final de la novela me decidí a recortar muchas anécdotas históricas demasiado prolijas, porque me iban apartando del sendero principal de la trama. «Kill your darlings», leí en alguna parte, y eso hice. De los trescientos setenta mil caracteres escritos me quedé en trescientos, y tras el concienzudo trabajo de edición de Altamarea, doscientos sesenta mil. En ese proceso de lima del texto, a veces me apetecía pulsar la tecla de suprimir y ver cómo desaparecían líneas y líneas de letras y espacios hasta volver a quedarme en la página en blanco inicial, pero conseguí resistir la tentación del autoboicot. Y me alegro, porque si no mi novela no hubiese sido publicada en una edición tan bella, ni hubiera podido visitar este mes de julio la Semana Negra de Gijón.