La muerte del inventor loco: todo por la ciencia
Gijón negro

Arantza Margolles
2021-07-18
Oviedo, 1923
En este último número de A Quemarropa andamos con no poca resaca de tanta noche y de tanta vida como nos dio la Semana Negra, así que me van a permitir la veleidad de llevar el último de esta serie de diez casos criminales a… Oviedo. Que no les nuble el juicio la endémica rivalidad entre poblaciones, porque la Semana Negra es de todos y, en esta historia en particular, el muerto también de Gijón. Lo que pasa es que a Javier G. le pilló el deceso en la capital, concretamente en la Ciudad Jardín, al tiempo que una caravana de gitanos (húngaros, los llamaban por aquel entonces en los medios) permanecía estacionada allí.
Fueron los primeros sospechosos, claro, pero poco tiempo, porque tras la muerte de Javier G. se escondían unas incógnitas muy intrincadas como para que el caso fuera así de fácil de resolver. Al muerto le encontraron un sombrero hongo comprado en La Americana, comercio ovetense, pero un traje de El Águila de Gijón y, además, un billete de tranvía de la línea Natahoyo-Gijón. La identidad no tardaría en descubrirse, porque al poco denunció su desaparición la casera del piso de Capua donde vivía el infortunado, un individuo raro por lo demás: registrador de la propiedad (ya promete) e inventor en los ratos libres. Andaba G. enfrascado aquellas semanas anteriores a su muerte con conseguir una pieza fundamental para crear una máquina de movimiento perpetuo.
Y por ahí van los tiros o, más bien, los bastonazos con los que le asesinaron. Pronto se sabría que el solitario inventor loco había tenido compañía los días previos: Celso C., poseedor, según decía, de la dinamo que le faltaba al otro para la máquina y por la que pedía no pocos billetes. No se me confundan: en nada intentó engañar el de Capua al mangante, pero la avaricia rompe el saco, y C., sabedor que su víctima contaba con más dinero (tendría un trabajo anodino, pero también poco en qué gastar el jornal) del que iba a pagarle por la dinamo, decidió matarle. Nadie echaría de menos, pensó Celso C., que gastó las perras en irse a la capital (pero a otra más grande: a Madrid), a un individuo tan raro.
No contaba con la casera, ya lo ven. Ocurrió todo esto el 13 de agosto de 1923 y el retrato del asesino fue uno de los primeros publicados en la prensa periódica gijonesa, que por aquel entonces no había sucumbido aún del todo a las fotografías por doquier. Le atraparon, claro. Tampoco es que se hubiera escondido mucho, como se van escondiendo, ¡o tempora!, ¡o mores!, nuestros dulces recuerdos de esta Semana Negra que ya se va. ¡Hasta la siguiente!