La tortuga de Primo
Asturias no tan negra

Arantza Margolles
2022-07-10
Ni piedad ni miramientos tuvieron los marineros del Joaquina al cazar, a golpes, a una inmensa tortuga laúd a finales de los años veinte. Justo lo necesario para recibir las loas del dictador,
Solo con contarla, la historia espanta, así que imagínense lo que sería vivirla. El cinco de junio de 1928, los pescadores de la lancha Joaquina extrajeron del mar, cerca de Tazones, un chínfano lleno de pescado… que se afanaba en intentar tragar una colosal tortuga de tamaño nunca antes visto. Háganse cargo de la estupefacción de los marineros y acabe en este punto la empatía con ellos: cerca de dos metros y medio de largo, casi tres de ancho. Digo los números, pero para que se representen mejor la situación, quede por escrito que el bicho tenía de largo lo que tiene de alto un piso estándar, de los de hoy, y de ancho, el tamaño de una de las casetas de libros de la Semana Negra, que ya es decir.
Grande, pero pacífico, el animal trató de escapar. No le dejaron. Golpes y porrazos sobre la cabeza del quelonio, aún más fuertes que los que les dio Alfonso Camín al Rata, consiguieron hacerle sucumbir, aunque pateaba aún cuando llegó a tierra. La tortuga fue exhibida en la Rula gijonesa, y enviado su cadáver, cuando este dejo de entretener al común, al Museo de Ciencias Naturales de Madrid, donde los capitalinos se hicieron cruces de nuestra bestieza. Decíamos que la cosa ocurrió en 1928, pero tamaño fue el despropósito armado contra el pobre animal que ya casi cien años antes de que una ley (henchida del sentido común del que carecen muchos brutos) nos dijera que también los seres no humanos son sintientes, se le impuso una multa de cinco duros a los captores.
Poco spoiler será comentar, al final de esta historia, que el merecido castigo no tardó en ser condonado por la justicia, y que, ya en sus últimos años antes de la dictablanda de Berenguer, el mismísimo Miguel Primo de Rivera llegó a proponer entregar una medalla al mérito a los ahora héroes, antaño villanos, de Tazones. Los buenos conocedores del suelo patrio saben que en España, si se puede ser berlanguiano, se es abondo. No iban a serlo menos los del Joaquina.