La vacuna de la rabia
Asturias no tan negra

Arantza Margolles
2022-07-15
La epidemia presente pasada nos permitió conocer a los popularmente conocidos como magufos, que surcan nuestro mundo igual que surcaba los cielos, como el otro día les conté, la Bernaldo de Quirós. La campaña de vacunación, y su negativa a secundarla, les hizo metamorfosearse en bombas de relojería, y desde entonces, no se lo niego, les hago un escáner mental a todas las personas que transitan a mi vera, tratando de descifrar en qué parte del tablero epidemiológico se encuentran. En lo que no había caído, hasta estos días en que agoniza ya nuestra semana más criminal, era que de ese género de humanos también se encontraban… dueños de perros. «A mi peludo, por más que me insistan, no lo vacuno ni de la rabia», me dice una de las muchas futuribles consuegras perrunas que una se cruza por la calle cuando tiene un chucho amoroso.
Y yo no sé si les pasa a ustedes, pero a las historiadoras sí, que oyen una aseveración del presente y se retrotraen a tiempos que no vivieron. Recuerdo, ahora, el caso cierto de María Quesada, uno de los múltiples nombres que pueblan el libro parroquial de difuntos de la parroquia de San Martín de Margolles, en Cangues d’Onís. Relata el cura de turno que Quesada, niña de pocos años, fue mordida allá por mayo de 1787 por un perro rabioso en el puente del Oreyo, y, temiendo —o presintiendo, más bien— su padre un fin terrible, después de dar muerte al can llevó a la herida a bendecir a Valdediós. Eran tiempos aquellos de la Ilustración, ya lo saben, de nuestro Simon Basset, digo, Jovellanos, y advirtió el cura, a quien habían llegado ya las luces, al progenitor de la conveniencia de ir, mejor, a un médico. Pero caso omiso. Pronto la cría quiso dejar de comer —cosa natural, teniendo en cuenta que la habían empezado a alimentar con ajos por aquello de librarse de la rabia con métodos naturales—, amurnióse, dice el párroco; se le pusieron «ojos torvos y mala figura», a ella, que siempre había estado «gorda y de buen color», hasta que el ocho de junio, «enteramente delirada y loca», se murió.
Pero no de cualquier manera, no se me vayan a creer. Paseo al perrete sintiendo las olas de la mar Cantábrica y se me vienen a la cabeza las palabras de aquel cura narrando la muerte de María Quesada, niña rabiosa.
«Según se cree, se mató a sí misma, despedazando paredes, ropa y tablas y más trances; hablándola debajo de todo eso, después de sacada prorrumpía en varias maldiciones, blasfemias, fingiendo a cada instante a los perros en sus aúllos, y otros varios desatinos y figuras. Decía le dolían las muelas y los dientes, que quería morder, y que morderá. A unos no les quería hacer daño, a otros sí, y hacía mil virajes con los ojos, boca y manos. Por fin vino el cirujano para sangrarla, y sin que hubiese tiempo, metiendo miedo a todos, espumeando por la boca, y diciendo eran culebras, ¡ay, quantas!, sapos, perros y mil postemas».
Me persigno. O me voy a tomar una cerveza, o dos, para olvidar.