Las vueltas que da la noria
La Gorgona del Coroña

Pilar Sánchez Vicente
2022-07-17
Había una vez un alcalde grandón, como ye tolo de Xixón. Se llamaba Vicente Alberto Álvarez Areces, aunque todo el mundo lo conocía como Tini Areces, incluso sus alumnas del Jimena —como yo— cuando era profe de mates. Llevaba apenas un año al frente de la corporación municipal, se enfrentaba a una ciudad en crisis, azotada por el paro, la reconversión y la batalla del sector naval por su supervivencia. Una ciudad llena de heridas, gris, crecida de espaldas al mar en la zona Oeste, donde Poniente era Pando, la Casera la playa del Arbeyal y Fomento un insalubre nido de ratas reflejo de un pasado industrial.
Juntose el alcalde con otro de su tamaño y dimensión, nacido en Xixón pero criado en México, llamado Paco Ignacio Taibo II e imaginaron un evento cultural que pusiera a la villa de Jovellanos otra vez en el mapa. Qué mejor cuña que la de la misma madera, debieron pensar, y como revulsivo a la negrura imperante, idearon un encuentro de novela negra. Que se llamara Semana forma parte de la ficción, pues es la única del año que dura más de siete días. Hasta quince llegó a durar. Lo fundamental era convertirlo en una fiesta, que nos devolviera la alegría a esta ciudad agotada, envejecida.
En algún punto de sus cabezas el globo empezó a inflar y convocaron al comité de sabios, Juan Cueto y Chus Quirós. Primero fue el Big Bang, que las técnicas modernas llaman braimstorming, y luego el parto. A la hija se encargaron de amamantarla los machacas de la Fundación Municipal de Cultura, los ínclitos Humberto Fernández y Paco Abril. Y llamaron a Ángel de la Calle in extremis como director artístico, por aquello de que se necesita a alguien que no beba y ponga la cara para que se la rompan. Al año siguiente, ya se creó la Asociación de la Semana Negra, Ángel pasó a ser miembro del comité organizador y el hoy comandante sigue con la cara entera. De milagro, porque vinieron años de gloria y años duros, de asfixia burocrática y económica, de separación y divorcio institucional.
La Semana Negra se convirtió en el termómetro de la conflictividad social, superó manifestaciones, descalificaciones y toletazos, boicoteos y agresiones, denuncias y encontronazos. Fue la primera; luego vinieron otras en España y treinta y cinco años después no ha parado de crecer, consolidada como evento de referencia, como seña identitaria de la ciudad. Asustan las cifras de autores que pasaron por ella, de visitantes que tuvo a lo largo de este tiempo. De novelas vendidas, de libros regalados, de kilos de pulpo y bocadillos ingeridos. Mercadillos, conciertos, atracciones, librerías, cómic, debates, birras y encuentros, porque en Madrid no te encuentras con tu ex, pero aquí vas a encontrarte con lo mejor y más actual del género negro, de la novela histórica, la ciencia ficción, la literatura actual, en una palabra, transcendido ya el leitmotiv original.
Aquel Big Bang caótico, aquel conglomerado universal de sensaciones y emociones, de cultura y subversión ha sobrevivido a la pandemia y este año ha recuperado un espacio singular y significativo. Que el recinto de los antiguos astilleros sea el definitivo de la Semana Negra, para quienes llevamos todos esos años participando y disfrutando de ella no deja de ser un círculo que cierra.
Y ha salido redondo.