Locus amoenus

Pablo Batalla Cueto
2021-07-10
A los semaneros nos gusta decir que el verano no empieza en Gijón hasta que no empieza la Semana Negra. Es una boutade. Nos gustan las boutades en este festival (acuérdense de aquello de PIT II de que la SN era «una Disneylandia para niños trotskistas»). Pero ello es que este año, esa boutade ha sido una constatación literal. El verano empezó ayer en Gijón. Veníamos de unos días feos, fríos, nublados, inestivales; días de no apear todavía el nórdico, algo que uno cuenta a sus amigos subpajarianos y le hacen mirarlo con envidia homicida. Pero ayer salió el sol. Un sol suave, generoso, apacible; el sol que hace aquí cuando hace sol, no el que ha hecho que los meteorólogos hayan tenido que rebañar la escala Pantone para hallarle colores nuevos a los récords cordobeses y murcianos del cambio climático. El clima de Asturias es ese «al punto» que el presidente gusta en los chuletones.
El verano empezó ayer en Gijón y el verano en Gijón es una delicia que es especialmente deliciosa en el entorno de los Jardines de la Reina y el Puerto Deportivo, que este año acoge a la Semana Negra; un fresco de paseantes calmosos de todas las edades, turistas no invasivos, niños felices que corretean, terrazas llenas, los barcos en el puerto, las almenas del Revillagigedo, don Pelayo y su cruz, el toque exótico de las palmeras. Gijón no es una ciudad espectacular; no es una beldad urbanística despampanante, de ésas cuyos cascos históricos insuflan al visitante el mareo maravillado de los síndromes de Stendhal. Pero tiene sus rincones y éste es uno; un locus amoenus en el que todo es proporcionado y calmoso y este mundo turbulento y cada vez más inquietante lo parece menos.
Es una pena que las restricciones del COVID-19 impidan una Semana Negra extensa; una SN propiamente dicha, con feria, con bares. Pero no hay mal que por bien no venga y es bonito que esta Semana Negra reducida pueda establecerse en esta parte de la ciudad y, de algún modo, se funda con ella; que la SN no tenga este año una frontera clara, un muro, unas puertas, sino que esté desleída en la villa y sus ritmos; que tenga semaneros voluntarios, deliberados, y también involuntarios que se la topen al pasear. Que sea, más que nunca, la cultura en la calle que siempre ha querido ser y proclamar frente a quienes prefieren la literatura encerrada en ciudadelas y torres de marfil.