Luces de tinta y papel

Verónica García-Peña
2021-07-16
El brillo de una página en blanco no es un fulgor ordinario. Es un resplandor poderoso que puede cegar; que puede provocar que quien la enfrenta no sepa cómo envolver, tal vez tapar, esa luz. Una luminosidad cana y deslumbrante que te mira retadora, con cierta arrogancia incluso, sabedora de que son pocos los que conocen que, en realidad, para combatirla, lo conveniente no es intentar apagarla, eso sería un error, sino que la tinta que sobre el papel se derrame brille aún con mayor intensidad que el ostentoso centelleo de la hoja.
Tinta convertida en las luces de neón de un callejón solitario en una ciudad sin nombre, donde el bourbon alimenta sueños o los aquieta, y las estrellas no existen más allá de las que adornan el local. Neones que, tal que fueran baldosas amarillas, indican un camino. Estrellas que, sin embargo, sí fulguran como nunca, altivas y poderosas, en el cielo completamente despejado de un desierto árido, yermo y solitario al otro lado del mundo. Una baldía llanura donde el viento susurra historias humeantes de balas perdidas y el sol, ese sol justiciero, estrangula fantasías. Un lugar donde hasta las lágrimas se pueden beber.
Tinta convertida en luces de gas en una vieja casa victoriana con habitaciones cerradas, siempre cerradas, y un extraño aroma a flores marchitas que todo lo envuelve. Telarañas, polvo y sábanas cubriendo veteranos muebles y objetos que sestean al abrigo de la oscuridad. Iluminaciones ambarinas, quizá con olor a cera, velas en candelabros que apocadas manos cargan por las estancias inmensas de antiguos caserones en busca de la pista, del rastro que les explique quién y por qué. ¿Acaso hay más de lo que a simple vista podemos ver? ¿Acaso esas habitaciones no permanecen siempre cerradas?
Tinta convertida en fuego. Lumbre en el hogar. El fuego bajo de una cocina o de la desmedida chimenea del salón principal de un palacio. Llamas y lenguas rojizas frente a las que pararse y cavilar sobre esa grieta que atraviesa la anticuada mansión y que, a cada suspiro, a cada pregunta y duda, se ensancha un poco más. Podrían ser, también, los fuegos de un cenicero, de la combustión de un papel, una carta, un sobre, una dirección. Llamas que consumen secretos. ¿Cuántos serán los misterios quemados? A veces pienso que quizá tantos como los enterrados a la luz de la luna. Esa luz siempre brilla de forma particular. Luz de luna, rayos que juegan con nosotros y nos invitan a perseguir imposibles. Rayos que nos ayudan a dar sepultura a nuestros miedos o a nuestros monstruos, aunque, alguna vez, los monstruos seamos nosotros. Y fuegos fatuos. También.
Tinta convertida en el reflejo de la luz de las farolas en los charcos de un pueblo costero, en el que la niebla trae y lleva preguntas. Las farolas nos aguardan. Bajo ellas hay que esperar, en silencio, a que esa neblina arrastre consigo más que murmullos. En las ciudades y villas marítimas, además, existe una iluminación todavía más enérgica que la de farolas, bares, casas y fuegos hasta ahora mencionados. Se trata de la que emana soberbia de los faros y nos invita a fantasear con grandes epopeyas marinas y seres de las profundidades; con oscuras historias de traición y amores perdidos, pesadillas entre olas, tormentas y alucinaciones.
Luz de la mesilla de noche a la espera de un beso; la del mechero que enciende un pitillo en una pasaje angosto y húmedo; la de la linterna que escudriña a su alrededor en busca de verdad; la del teléfono en demanda de cobertura en un bosque que se antoja demasiado cerrado; la de las luciérnagas que muestran un camino a quien sabe verlo o la luz de la nieve, blanca y limpia como pocas, cuando envuelve con su manto hasta los pensamientos. Tinta que se convierte en todas estas luminarias que, junto a muchas otras, habitan en los cientos de libros que estos días inundan la ciudad de Gijón, en la Semana Negra, y nos invitan a vivir mil vidas distintas y a visitar otros tantos lugares desconocidos.
Y aún brilla, cierto, la página en blanco a la espera de que cualquiera de todas estas luces, y quién sabe cuántas más, bañen su resplandor. Aún brilla, cierto, mas pronto será devorada por luces de tinta y papel.