Lujo comunal
Pablo Batalla Cueto
2023-07-16
He pensado siempre que Francisco Ibáñez pertenecía a una estirpe de la que también formaban parte José Luis López Vázquez o Corín Tellado. Eran proletarios de la cultura; trabajadores estajanovistas de la tecla, la pluma, el celuloide; abnegados picadores de las minas del arte y el entretenimiento. No tenían pretensiones olímpicas, parnasianas, a pesar de atesorar un talento inmenso que a veces desbordaba por las costuras de los productos populares a cuya elaboración consagraron su vida. Ibáñez hizo miles de tebeos, López Vázquez hizo cientos de películas, la asturiana Tellado escribió cientos de libros. Sin parar, sin descanso. Y esos tebeos películas libros empaparon la educación sentimental de varias generaciones de españoles. Hace poco ha muerto Kundera, y se ha sentido; muchos han escrito preciosos obituarios sobre la importancia que tuvieron los libros del autor de La insoportable levedad del ser en eso, en su educación sentimental, en su formación. Pero ayer murió Ibáñez, y tengo para mí que se ha sentido más, porque Ibáñez sabe a esa patria única que es la infancia.
Lo popular tiene, a veces, mala prensa. Leía yo ayer en Twitter este antipático comentario de un usuario anónimo de la red social: «Si la Semana Negra se limitase a Literatura más o menos negra… sin chiringuitos para comer y beber y sin «caballitos», no habría Semana Negra. Hay rojos, azules, verdes, amarillos, negros… de todo, menos Literatura». Respondía a una entrevista a Taibo en La Voz de Asturias cuyo titular es: «Quisieron ahogar la Semana Negra por ser un nido de rojos y afortunadamente lo es». Nunca tuvo pelos en la lengua nuestro papa emérito, y eso levanta ampollas en según qué gentes. Pero lo que no se puede es mentir. Es elocuente el tuit que citaba antes. Es extraña la ceguera no encontrar literatura en un festival con 240 autores invitados que se han hinchado a firmar libros. Molestan los rojos a los apolíticos de derechas, parafraseando a Saza en aquella peli. Pero no solo los rojos, ni fundamentalmente: también los caballitos, los churros…
Son demófobos sin más. Odian a la Semana Negra, no, en realidad, por ser roja, sino por no serlo en una torre de marfil; por sus pretensiones de popularizar la cultura y la literatura, de convertirla en una feria, en una fiesta, de vocearla entre norias, churrerías y coches de choque. Entienden bien el peligro leveller que hay en eso; en que, de camino a los caballitos, gente que no tenía interés en la parte literaria, al pasar al lado de las carpas abiertas, escuche a un autor hablando con pasión de su libro, aquello le cautive, se pare y acabe comprándolo. Ayer mi querida amiga Esther López Barceló se sorprendía de verlo suceder en directo, en la presentación de su Cuando no quede nadie: como yo le había dicho, y ella se empeñaba en no creerse, porque padece un ridículo síndrome de la impostora, al inicio de su charla ya iba a venir mucha gente, pero cuando acabase, su número se iba a haber incrementado con esos semaneros que pasan, oyen algo que les llama la atención, se paran en la calle, y al final compran el libro, y hace cola para que se lo firmen, porque, como dice Ángel de la Calle, un libro es una mercancía, pero un libro firmado es un fetiche.
Quienes odian un festival así lo odian porque son gente jerárquica, autoritaria, aunque sea de izquierdas, que también hay engreída gente de izquierdas que arruga la nariz ante la SN, como hay gente de derechas que ha venido y ha vuelto enamorada de este festival, y repite siempre que puede. Quieren un pueblo atolondrado para el que solo existan los churros y los caballitos, y deje lo de la cultura a una minoría selecta; que la cultura sea un lujo, un marcador de estatus. El «lujo comunal» con el que siempre cuenta Michel Suárez que soñaba la Comuna de París les horroriza. Son los «delimitadores de primaveras» que despreciaba Silvio Rodríguez. Y viven con una rabia inmensa el hecho de que el pueblo de Gijón haya votado con los pies el mantenimiento de la SN un año tras otro, llenándola, llenando la noria y el Ratón Vacilón y las churrerías, pero también las presentaciones, las mesas redondas, las conferencias, las clases de matemáticas o sobre la exploración antártica que se han organizado este año.
Pues bueno. Que se fastidien. De pocas cosas podemos decir esto los sufridos defensores ideológicos de los derechos humanos y la justicia social: ladran, luego cabalgamos. Que se tomen un antiácido, que aquí vamos a seguir. Por mi parte, agradecerle, querido lector, haberlo sido de estas páginas, ahora digitales. Para mí es un lujo ser director de un diario en el que escribe gente tan maravillosa como Arantza Margolles o Jesús Palacios, otros asombrosos estajanovistas de lo suyo, brillantes, inteligentes, abnegados. Mi agradecimiento también a Pedro Timón, nuestro nuevo fotógrafo, que captó al instante el tono peculiar de la identidad de este festival. A todos los escritores y amigos que se prestaron a colaborar con una firma especial o una columna. Y al misterioso Teobaldo Antuña, a quien quisiera uno conocer, y al siempre afable Miguel Ángel Fernández, amanuense de sus columnas, inquisitivas y combativas.
Nos vemos, en fin, en la XXXVII. Esto es la Semana Negra. Y sigue.