Pensar en el lector
Tribunas semaneras

Miguel Barrero
2023-07-12
Es un tópico recurrente de las entrevistas promocionales. En un momento dado —suele ocurrir hacia el final, cuando el repertorio de cuestiones relativas al libro que se presenta está agotado y apenas se han registrado declaraciones jugosas, titulares irrenunciables o locuacidades más o menos afortunadas que puedan ser susceptibles de convertirse en un estrambote digno—, el periodista mira fijamente a los ojos del autor y le pregunta, con esa media sonrisa que esboza quien sabe que está poniendo al otro en un aprieto, si tiene en cuenta a los lectores cuando escribe. La cuestión, en realidad, acostumbra a plantearse concediendo al sujeto un tratamiento de cortesía y reservando para el objeto un masculino singular con valor neutro, «¿Piensa usted en el lector?», y aunque lo consabido del interrogante ha propiciado que todos tengamos en la recámara dos o tres respuestas precocinadas para salir del paso sin mayores daños, es inevitable que su formulación aliente un soplo de desconcierto. ¿Encierra ese sintagma, «el lector», un arcano indescifrable, una especie de idea abstracta que tenemos la obligación moral de concretar? ¿Quiénes son exactamente ese lector o esa lectora en los que debo pensar mientras escribo mis novelas? ¿El vecino de abajo, la dueña del sex shop que tengo junto al portal de mi casa, el camarero que me sirve el café cada mañana, la chica que trabaja en la tienda a la que voy a comprar fruta, el pescadero del barrio, la profesora de literatura que en mi tierna adolescencia me dijo que escribiendo como escribía no iba a llegar yo nunca a ningún sitio, el conductor del autobús, mi madre, la quiosquera que me vende los periódicos?
Aunque acostumbro a solventar el trance con la primera evasiva que me venga a la cabeza en ese instante —nunca es del todo la misma, así que por hache o por be siempre termino mintiendo—, la única verdad es que no pienso en el lector porque no sé en qué lector tengo que pensar ni creo que exista un perfil de Lector, perdonen la mayúscula, que pueda encarnar a una suerte de lector por antonomasia. No a todos les gusta ni les tiene que gustar el mismo libro, e incluso el que dos personas coincidan en su predilección por un título concreto no quiere decir que en efecto el libro que les gusta sea exactamente el mismo, sino que se sienten interpeladas por lo que cada una de ellas ha encontrado en sus páginas. Es tarea vana ésa de pensar en el lector, puesto que nadie sabe quién es ni qué quiere exactamente, y tampoco sé si sirve de mucho escribir pensando en lo que otros esperan si uno pretende que la escritura sirva para aclarar cuestiones que él mismo se plantea y que sólo comienzan a aclararse a medida que se van llenando folios y más folios. Mejor introducir el mensaje en la botella y lanzarla al mar, y dejar que alguien la encuentre, y esperar a ver qué pasa. Pensar en el lector, al fin y al cabo, equivale a concebirlo como un cliente, un mero destinatario de un bien de consumo que utilizará y arrinconará después en los cajones del olvido, y yo prefiero ver a mis lectores como cómplices, hombres y mujeres desconocidos que en algún momento, y por la razón que sea, dan con alguno de mis libros y lo abren y lo leen y dicen para sí: «Esto a mí también me importa.»