Quimera
Tribunas de la plebe

Giovanna Rivero
2021-07-14
Hace poco, mientras leía el magnífico cuento El niño dengue, de Michel Nieva, que forma parte de la selección de narradores de Granta en español (2021), pensé en los modos en que, durante la contemporaneidad, hemos venido recreando desde la ficción nuestro anhelo de quimera. Si bien esta descripción del monstruo mitológico nos puede parecer un conjuro de cuentos de hadas: vientre de cabra, cabeza de león, cola de dragón, lo cierto es que la quimera sigue reflejando la alta ambición de fusionarnos con otras especies para potenciar la nuestra.
En la mitología griega, la criatura quimérica es resultado de la cópula incestuosa entre Equidna y Tifón, seres cuyas características son complementarias por oposición. Equidna es una ninfa serpiente, de bellísimos ojos oscuros, en tanto que Tifón puede alcanzar alturas colosales gracias a sus alas: la tierra y el aire, el tacto y la propulsión. Quimera es el engendro que honrará la estirpe teratológica de sus padres aterrorizando poblaciones y devorando rebaños, aunque también la monstrua es utilizada para espantar a los malos espíritus. Ella, Quimera, encarna las polaridades del alma y, en este sentido, es una de las manifestaciones arquetípicas más cercanas a la composición humana.
En la ficción moderna, algunos relatos alegorizan con distinto ánimo el anhelado —aunque no por ello menos temido y abyecto— vínculo íntimo e intracelular con el reino animal. Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, dota al último de los Buendía de una humillante colita de cerdo. En La metamorfosis, Franz Kafka convierte a un abnegado hombre ordinario en un fascinante insecto. En El niño dengue, Michel Nieva engendra un héroe/heroína que desarrolla su insospechada épica en una isla de la derretida Antártida en el siglo XXIII, una playa residual, sucia y gris como la culpa, sin la vieja elegancia del hielo. Con el aspecto repulsivo de un enorme mosquito, el niño dengue deviene en un justiciero irónico y voraz, acaso una mueca terrible a la imposibilidad de las utopías o un saludo amargo a la soberbia de una economía y una ciencia desalmadas, que han hecho de los cuerpos marginales su laboratorio.
Lo que quiero decir es que la quimera, en tanto utopía que promete la prolongación de nuestra especie y la potenciación ilimitada de nuestras capacidades, hoy nos muestra su rostro más controversial y un cuento como el de Nieva pone el dedo en esa antigua llaga. Casi sin asombro supimos que así precisamente se llama uno de los proyectos que confirman al transhumanismo como el espíritu de este tiempo. Embriones Quimera es como se ha bautizado a la serie de experimentos que lleva adelante el Instituto Salk de Estudios Biológicos, en California. El año 2017 los científicos de esta institución revelaron los resultados iniciales de su trabajo, basado en la integración de células humanas en embriones de cerdo haciendo uso de tecnología capaz de editar el genoma (siempre fuimos un texto, un transcriptoma). ¿El noble objetivo? Recrear tejidos y órganos humanos que apunten hacia nuestra inmortalidad o por lo menos hacia una longevidad transecular. Hígados, corazones, cerebros, pulmones y otras menudencias serán piezas industrializadas que quizás, como ha sucedido con las vacunas, nos garanticen, según la marca, ciertas características óptimas.
Muchas preguntas se desprenden de esta desenfrenada apetencia por la supremacía del anthropos y una de ellas, tal vez la más opaca e incómoda, tiene que ver con lo que perdemos. Sabemos que la muerte (y el deterioro como su antesala) constituye un límite necesario (en torno a ella se ha erigido la filosofía más iluminadora) y franquear esta frontera desde el poderío biológico probablemente nos vacíe de muchas otras pasiones. «Te amaré eternamente» dejaría de ser una frase romántica y febril para convertirse en una condena. No habría recogimiento ante lo sagrado. La raza se dividiría entre meros mortales ordinarios y posmortales, en un giro civilizacional que subrayaría la desigualdad. Los enigmas del cosmos se nos presentarían menos misteriosos. O quizás no. Quizás planteo esta inquietud desde un pensamiento antiguo, demasiado humano, aferrado aún al paradigma moral de la finitud, infantilmente temeroso de que, a causa de esta hybris, nos caiga encima la maldición que encadenó a Prometeo.
En todo caso, nos hemos impuesto en el horizonte una nueva quimera, más peligrosa que la planta ideal que mi abuela paterna persiguió durante años, vivero tras vivero, huerto tras huerto, sin poder encontrarla. Era una planta que se contraía al tacto, de hojas como costillas y flores pulposas. Un día tomó la decisión de intentar reproducirla, ella misma, en su legendario patio y se aplicó en injertos minuciosos, mezclando especies espinosas con criaturas delicadas. Algunos de esos injertos florecieron, no tan fabulosos como los que ella seguramente imaginó, pero eran suyos. Cuando mi abuela murió, las plantas se marchitaron; no hubo poder humano (es decir, agua humana) que las salvara. La utopía es así. Hay que creer desesperadamente en ella para insuflarle vida. De eso se trata todo.