Reguetón ‘noir’
Proyecto: Almas de Metal

Jesús Palacios
2022-07-13
En la nueva novela de JonArretxe, La mirada de la tortuga, su pícaro héroe migrante y negro como el carbón, Touré, traslada sus actividades al madrileño barrio de Lavapiés, el melting pot castizo, donde se tropieza no solo con sus compatriotas subsaharianos y con los muchos moros y chinos de rigor, sino con una mafia de Bangladesh, que controla la calle de los restaurantes indios, de la que pocos saben algo y menos aún se ha escrito. Arretxe ha hecho bien su trabajo. Pero a uno le cuesta encontrar en el nutrido panorama de la novela negra nacional historias que reflejen de verdad la complejidad de la España actual, más allá de unos cuantos tópicos que resultan ya cansinos.
La corrupción en las altas esferas económicas y políticas, la violencia de género, las mafias de la migración ilegal y el tráfico (in)humano, las redes de prostitución y explotación sexual, amén de algo más rebuscadas tramas sobre abuso de menores, memoria histórica, psicópatas en serie y perversiones sexuales de banqueros o curas, responden, a buen seguro y por desgracia, a muchas realidades de nuestro más negro panorama nacional, claro que sí. Pero su uso y abuso, su exceso casi excrementicio, conduce a una sensación por completo opuesta al objetivo primordial de esa novela negra actual, que se quiere y pretende espejo crítico de la realidad política, humana y criminal, erigiéndose en literatura social por excelencia del siglo XXI. El tema deviene tópico, los personajes estereotipos, y la etiqueta comercial se come cualquier eficacia tanto narrativa como crítica. Mientras, una increíble cantidad de historias reales que forman la cotidianidad negro-criminal de nuestro país esperan, muertas de impaciencia si no de aburrimiento, a los autores que les den voz. Que se atrevan a mirar y contar la realidad sin que les tiemble el pulso.
¿Dónde están las novelas que nos hablen de las guerras de bandas latinas u orientales en nuestras grandes y pequeñas capitales? ¿Dónde los personajes que vivan desde dentro o investiguen desde fuera el boom inmobiliario que ha convertido el madrileño barrio de Usera en Chinatown? ¿Quién contará la historia del hippie de Vallekas que tiene una tienda para vender CBD a punto de cerrar, porque las mafias locales quieren comprarle el local que él se niega a vender? ¿Del chico Trinitario apuñalado en el parque detrás de mi casa por los Latin Kings? ¿De los telecamellos colombianos que hacen servicios a domicilio, a menudo para fiestas de políticos y artistas? Hay ocho millones de historias que contar en clave noir, que quizá por miedo o miedos al qué dirán siguen esperando sus Hammett, Chandler o, más bien, Chester Himes.
Tengo la sensación de que falta riesgo y atrevimiento en la mayor parte de la novela negra social española. Nos quedamos en terreno seguro, con temas y personajes que sabemos recibirán el beneplácito de todos y todas, porque… ¿Quién no está en contra del abuso sexual, del comercio humano, de la corrupción política y económica o del machismo? ¿Quién no empatiza (o finge empatizar, que de todo habrá) con el migrante ahogado en su patera, el niño violado en la sacristía, el profesor republicano asesinado y arrojado a la fosa común o la esposa maltratada hasta la muerte? Pero cuando la repetición e iteración sin alma o, mejor dicho, con secreta alma de explotación comercial, sustituye a la necesidad de contar historias reales, se produce una ofensa sin igual: la farsa. Y a eso suenan muchas novelas negro-criminales sociales de hoy. A farsa y artefacto comercial, a hipócrita simulacro. Mientras, existe todo un mundo de sombras esperando los autores y autoras que quieran iluminarlo sin temor.
Irónica y paradójicamente, esa misma novela negra social que afirma ser espejo de nuestra realidad se llena de personajes que oyen jazz, blues, música clásica o, como mucho, el viejo y buen rock’n’roll. Por favor, digamos adiós a todo eso o, por lo menos, hasta luego. Abrámonos de orejas y demos paso ya, urgentemente, al reguetón noir. Sigamos el glorioso ejemplo de nuestros vecinos franceses, que desde El odio de Mathieu Kassovitz, en 1995, si no antes, ejercen un polar lleno de rap, rai y con todos los colores de sus banlieues, de Argelia al Senegal. Y no son, precisamente, cineastas ni escritores racistas. Todo lo contrario. Demos la bienvenida al reguetón noir. Salgamos a la calle, pongamos a la novela negra de hoy la banda sonora que le corresponde, la que escucha la gente de verdad. Una novela negra que, parafraseando a Farruko, poeta empastillao de la noche, grite sin vergüenza: «No me importa lo que de mí se diga. Viva usted su vida, que yo vivo la mía».