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Sigue habiendo Homeros

Pablo Batalla Cueto
2022-07-12

Hay semaneros y semaneras de todas las edades. Los hay muy mayores. El otro día estaba yo en las oficinas del festival cuando apareció por allá una anciana venerable, bastón en mano. Preguntaba dónde repartían el periodiquín. «Este año es digital, señora». Se marchó rezongando: «Estos hijos de puta no quieren gastar en papel», mientras agitaba la cachava. Al rato regresó: «¿Y cómo leo el periodiquín digital?». Uno de los insultantemente jóvenes miembros de la organización del festival allá presentes y afanados en sus tareas le respondió con paciencia: «Mire, busca Semana Negra en Google, entra en la página web y…». Volvió a marcharse farfullando improperios la pobre señora. El tren del progreso es demasiado implacable con quienes ya no tienen cuerpo para seguirle el ritmo. Ciertamente son un poco malandrines (por no usar el epíteto más grueso) sus conductores. Seguro que les ha pasado esto que a mí: ir a sacar dinero a un cajero y toparse una cola larguísima, siendo el primero de sus miembros un anciano que ha ido a hacer alguna gestión a ventanilla y al que allá le han dicho que ahora esas cosas se hacen en el cajero; y ahora, cartilla en mano y con un gesto que no es de rabia, sino de confusión y desvalimiento, trata de descifrar la manera de utilizar aquel cacharro cual Champollion los jeroglíficos de la piedra Rosetta. En otra ocasión, quien esto les escribe contempló la siguiente escena: una octogenaria quiere hacer un trámite y le indican que debe hacerlo en el cajero o por Internet. «¿Tú crees que yo tengo edad de aprender a usar Internet?», responde. Le dicen: «Pero tendrá hijos que le ayuden». Contesta: «¿Y si no quiero que mis hijos vean mis cuentas?».

Pero yo quería hablarles de los semaneros y las semaneras, y de su variedad intergeneracional. También los hay jovencísimos, más aún que los apenas postadolescentes a los que uno ve afanarse en las oficinas, y que lo hacen sentirse a uno más viejo que la vereda pensando que estaban viniendo al mundo cuando uno ya trasegaba cachis de calimocho en las semanas negras de El Molinón. Me refiero a esos niños y niñas de menos de diez años que vienen al festival, que tienen ya sus autores preferidos, sus libros predilectos, sus pequeñas bibliotecas; que hacen cola para que les firmen sus ejemplares; que descubren ya en el libro aquello que decía Groucho Marx: el mejor amigo del hombre fuera del perro (porque, dentro del perro, está demasiado oscuro para leer). Una ventana abierta, un trampolín orientado, a otros mundos espaciales, temporales o directamente surrealistas; un refugio también, como saben aquellos que, con un carácter retraído, introvertido o inseguro, hacen de su biblioteca su coraza, el espacio seguro de un descontrol controlado.

Frente a lo que pregonan los agoreros, hay relevo; las nuevas generaciones siguen queriendo buenas historias que sean la simiente que fertilice los labrantíos de su inteligencia. ¿Qué más da leerlas en papel o en una pantalla? Como decía el otro día Javier Valenzuela, contar historias es tan antiguo como la humanidad, y el soporte del relato, una cuestión accesoria. Detrás, no ya de un libro físico o digital, sino de un tebeo, una serie de televisión o hasta de un videojuego, sigue habiendo, sigue teniendo que haber, un esforzado escritor que, con un boli y un papel, o en un ordenador portátil, trace en folios en blanco la introducción, el nudo, el desenlace, los personajes, las escenas, la trama de un universo inventado que esponje y coloree la grisura de lo real. Sigue habiendo un Homero capaz de llenar de luz, con su propia imaginación, las tinieblas de su ceguera, y de la nuestra.

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