Un libro-viaje por los territorios del carbón

Noemí Sabugal
2021-07-14
[Fotografía de Pablo J. Casal]
Hay libros que no se sabe cuándo comienzan: éste es uno de ellos.
Es un libro que llevaba escribiéndose toda mi vida. Puedo decir: empezó tal día en que pensé esto o lo otro o en que me di cuenta de aquello y de lo de más allá, y de hecho lo digo, doy algunas fechas imprecisas pero no es toda la verdad. Lo cierto es que es un libro que llevaba encima, pero yo no lo sabía. Julio Llamazares me dijo: estabas condenada a escribirlo.
Se dice que todo el mundo tiene una historia que contar. Es cierto. Ésta era la mía o, más precisamente, la de mi familia. La historia de mi abuelo José, que había entrado a los catorce años en el socavón Santa Bárbara, que había sido picador en varias minas de Duro Felguera, en Asturias, y en las de la Hullera Vasco Leonesa, en León, años después. La historia de mi abuelo Santos, que tuvo un accidente en la mina y le dieron la extremaunción y se libró de chiripa de la muerte y después dejó la mina y se dedicó a vender la leche de sus vacas a una fábrica de quesos.
Esas vidas, las de mis abuelos, fueron el inicio de un libro que ya llevaba dentro.
Por eso Hijos del carbón comienza así: «Mi abuelo José tenía una nube oscura en el pecho. Sus pulmones eran una esponja negra que había absorbido durante dos décadas el polvo del carbón».
Un comienzo inevitable, diría.
Un comienzo que titulé de esta manera: Los abuelos o la memoria como forma de iniciar un libro-viaje.
He dicho muchas veces que Hijos del carbón es un libro-viaje. Y aquí se pueden hacer algunos apuntes temporales más precisos: en 2016, una idea que me agarró por el cuello, obligándome a escribirla, cuando la gran empresa de mi cuenca minera, el valle de Gordón, en la montaña central leonesa, entró en liquidación y vi que frente a mis ojos se empezaba a escapar esa historia que, para bien y para mal, habíamos vivido. Los primeros pasos, en 2017, fueron el comienzo de más de tres años de viajes por las cuencas mineras de toda España. Y el obligado final: 17 de septiembre de 2020, fecha de publicación del libro.
Ésta es la cronología. Resulta sencillo fijarla ahora, una vez que todo ha pasado, pero no tanto entonces. Cuando empecé a conocer los territorios del carbón y a recoger los testimonios de sus habitantes no sabía cuándo iba a finalizar el viaje, pero sí que en algún momento debía hacerlo. Para recordármelo escribí que los libros no se terminan sino que se abandonan. Que Hijos del carbón no se ha terminado de escribir lo descubro en cada presentación en una cuenca minera, en cada correo electrónico que recibo de personas que me cuentan nuevas historias que me gustaría añadir pero ya no puedo.
Rodolfo Walsh escuchó esto: «Hay un fusilado que vive». Era una noche asfixiante de verano y Walsh estaba en un bar, frente a un vaso de cerveza. Él tampoco supo en ese momento que ahí comenzaba un libro, Operación masacre, en el que contaría el fusilamiento de unos hombres en un vertedero de Buenos Aires y del que sobrevivieron, malfusilados, siete. A buscarlos y a recoger sus historias dedicará un año de vértigo en el que dejará su casa y su trabajo y usará una identidad falsa. Que Hijos del carbón esté nominado a un premio de la Semana Negra que lleva el nombre de Walsh es un reconocimiento que agradezco con todo el respeto que merece un escritor y periodista tan comprometido.
Cuando Walsh escribió la primera de las historias que aparecerían en Operación masacre, la de Juan Carlos Livraga, ese fusilado que vive, pensó que una historia así, con un muerto que habla, se la iban a disputar en las redacciones. Resulta que no. Que la historia, dice Walsh, se le va arrugando día a día en el bolsillo porque la pasea por todo Buenos Aires y nadie la quiere publicar. La historia que yo escribía, Hijos del carbón, tuvo más suerte. Antes de estar terminada del todo ya tenía casa. Como ahora se presentará en la Semana Negra de Gijón, y como es su tierra porque nació aquí, no le importará a Pilar Álvarez, directora editorial de Alfaguara, que la cite. Sus manos fueron las que abrieron el primer manuscrito y las que pocos días después teclearon: adelante.
Una historia como la de las cuencas mineras sólo se puede contar bien con muchas voces. Como Walsh, me fui en busca de esas voces para que me hablaran del rastro de la muerte en el mundo del carbón. Y del rastro de la vida. Para que me contaran sobre la épica que ha marcado a los territorios mineros y que, además de histórica, es una épica íntima porque les pertenece a los hijos e hijas del carbón: mineros y mineras, carboneras, trabajadores de centrales térmicas o del ferrocarril, historiadoras, periodistas y fotoperiodistas, responsables y voluntarios de museos mineros, vecinos de las cuencas. A todos ellos se debe Hijos del carbón, este libro que no termina.