Memoria de lo que fuimos
Pablo Batalla Cueto
2022-07-14
Lo debo de haber comentado ya alguna vez en estas páginas en las que ya lo he comentado todo. No es la opinión más popular, pero de todos los solares en los que la Semana Negra ha aposentado sus jaimas, que han sido muchos en estos treinta y cinco años de peregrinaje por mi ciudad, mi preferido es aquel en el que las aposienta ahora; en estas herrumbrosas y destartaladas ruinas de lo que un día fue un astillero. Me gusta por bien situado, a una distancia razonable de las dos alas de la villa en lugar de pegada a una pero lejana de la otra. Pero sobre todo me gusta por el simbolismo que encierra el lugar. Somos un festival progresista; nunca lo hemos ocultado. No vamos de newtrales. Somos una casa abierta y hospitalaria, por la que ha pasado mucha y muy diversa gente, y también gente más de derechas que el grifo del agua fría (y más maja que las pesetas, porque una cosa no quita la otra), pero somos una casa. Y una casa de la que una de las paredes es la memoria. Memoria, que no nostalgia. Cualquier tiempo pasado no fue mejor y acá no nos entregamos a fantasías reaccionarias, aunque sean de una reacción dizque de izquierdas. Pero tampoco abogamos por la amnesia, ni al adanismo. Sabemos que somos enanos a hombros de gigantes, y ello es que en este solar, y en sus aledaños, hubo otro tiempo, no tan lejano, en que tenían lugar auténticas gigantomaquias; momentos estelares de la lucha por cambiar el mundo de base.
Conocí en una ocasión, en León, a un policía antidisturbios jubilado, que había estado destinado acá en aquellos años, y había pegado sus buenos porrazos a los huelguistas. Los recordaba con una curiosa admiración, tal como un guerrero honesto recuerda el valor de otros, aunque los tuviera enfrente. «Yo cumplía con mi deber y ellos con el suyo»; algo así me contaba, evocando el espectáculo que era verlos organizarse como un ejército, repartirse las tareas, montar las barricadas, coordinarse, disparar sus bocachas. «Auténticos paisanos», me decía también. Por cierto que en aquellos años hubo auténtiques paisanes también, y conviene recordarlo para evitar caer en una épica viril que ya es inaceptable. Fueron aquellos también los años del encierro y el combate de las trabajadoras de Camiserías Ike; mujeres que también montaban barricadas, se encerraron durante cuatro años, montaban escraches (los llamaban mañanitas) o asaltaban la caseta de salvamento de la playa para pregonar sus consignas desde el altavoz de los socorristas. Es muy interesante cómo en el proceso también adquirieron conciencia feminista. La adquirieron de muchas maneras: por ejemplo, dándose cuenta de que no tenía sentido ir a las manifestaciones con tacones y falda de tubo, como hacían al principio preocupadas por salir guapas en el periódico, porque eso les impediría correr. Muchas de ellas estaban casadas con otros obreros que participaban a su vez en los conflictos que asolaban Gijón en aquel momento: fábricas, astilleros, etcétera. Se separaban por la mañana y el hombre acudía a librar su guerra por su puesto de trabajo y la mujer la suya. Pero en muchos casos, cuando ambos llegaban a casa a la vez, el hombre se tiraba a descansar, y la mujer, tan frayada como él por la escorribanda y los toletazos, tenía que ponerse a trabajar. A hacer la comida, a fregar la casa, a ocuparse de los niños. Y alguna dijo basta.
Los muros que nos acogen, las barandillas herrumbrosas, el suelo pedregoso, la ciudad entera, tienen muchas historias que contar para quien quiera escucharlas. Les invito a poner la oreya.